Viene de “Mi Bandera (Múltiple) 1, 2, 3 y 4”. Consúltense antes de seguir la lectura.
Me queda claro que los territorios nunca dejan de estar sujetos a alguna forma de poder político, pues el vacío de poder es un imposible. Si no impera alguna forma de política (gobierno de la polis) imperará el gobierno de la impunidad y del pillaje explícito, o de lo que sea; no hay más que ver lo que acontece cuando estalla el desgobierno con casos tan paradigmáticos como el de Somalia en manos de los «señores de la guerra», y tantos ejemplos actuales y pretéritos.
La superficie que ocupan las aguas internacionales, por ejemplo, que supuestamente no pertenecen a nadie, está lejos de ser un espacio de libertad e impunidad total, el poder de los estados también está presente en alta mar; las embarcaciones que surcan los océanos no lucen banderas identificativas en sus mástiles por capricho, sino por convención sujeta al derecho internacional. Ni siquiera nuestro «desértico» continente helado, la Antártida, se rige por el vacío de poder o la anarquía, está sujeto a tratados internacionales, acuerdos que si se violan de forma flagrante pronto despertarían algún tipo de revuelo diplomático, político y hasta militar. Marte o la Luna tampoco quedarán exentos de esta posibilidad en un futuro no tan lejano: una hipotética compañía extractiva minera, o una factoría de cualquier género, una colonia que se instalara en estos astros «cercanos» no tardaría mucho en transformarse en una sociedad política regida por alguna forma de contrato social, representantes políticos y diplomáticos, normas, leyes, jueces, burocracia, vigilancia, control militar policial y aduanero… Y, además, no tardarían mucho en entrar en colisión con los intereses de otras compañías, estados, entidades cualesquiera, que estuvieran pensando en afincarse por allí —en un primer momento se dispondría de mucho espacio donde operar sin colisionar, pero solo al principio—. No hace tanto, la Compañía Británica de las Indias Orientales, por ejemplo, que proyectaba sus intereses coloniales en tierras asiáticas de forma privada, incluso valiéndose de ejércitos privados, tarde o temprano acabó siendo sustituida/fagocitada/desplazada por el poder político del estado que las alentó y promocionó: un poder imperial.
Pocas veces los estados se crearon contando con el convencimiento mayoritario de los habitantes que ocupaban el territorio concernido; solo bastó una cúpula o élite con mucha voluntad política, un gran relato o ficción y una fuerza lo suficientemente persuasiva/convincente/coercitiva como para instaurar un régimen cualquiera. [Sin ir más lejos, en agosto de 2021 hemos podido ver en directo por televisión cómo una fuerza motivada, resuelta, tenaz, armada —claro—, compuesta por unos 600 mil hombres, se ha adueñado de un territorio enorme, poblado por unos 35 millones de habitantes —me refiero a Afganistán—; y cómo, en estos momentos, tal fuerza se encuentra atareada, en pleno fragor, construyendo su «maravilloso» régimen talibán 2.0, en pos de una poderosa «megaficción» basada en el Corán y la tradición islámica. Del mismo modo que hace veinte años, en este mismo país, pudimos ver también en directo cómo otra fuerza magnífica, militar, económica y cultural, supuestamente invencible, entraba a saco para imponer su propia «megaficción», su «maravilloso» régimen supermegademocrático y avanzado, a la occidental. Un régimen por otro, ya conocemos el resto de la historia... Hay que añadir que en cuanto los talibanes tomaron la capital, Kabul, proclamaron con orgullo triunfal que este flamante emirato islámico será eterno —claro—, o que al menos durará hasta la llegada del «juicio final» —ficción «juicio final»—. En definitiva, ven lo que quieren ver y piensan lo que quieren pensar]. Sin embargo, en los tiempos antiguos en que estas operaciones acontecían, parte de los moradores del lugar tardaban tiempo en percatarse de la novedad y en asimilar los cambios, las nuevas imposiciones y características fundacionales del nuevo régimen; por aquello de la lentitud de la información, las distancias, las particularidades geográficas y el despliegue dificultoso de las nuevas correas de transmisión del poder emanado desde los centros (administrativos, políticos, demográficos) principales, hasta el resto de los dominios territoriales. Por ejemplo, es muy probable que una familia de labriegos de la península ibérica en los últimos momentos del Imperio Romano tardara tiempo en percatarse de que vivían en otro régimen político, cultural y militar nuevo; en una especie de artefacto conceptual o entidad política que a posteriori llamaremos Reino Visigodo, para poder ubicarnos nosotros en el presente. Transcurría tiempo, unos miembros de esa familia nacían y otros fallecían, se olvidaban algunos usos y costumbres y se adoptaban otros nuevos… Lo mismo pudo ocurrir cuando una fuerza procedente de Arabia y del norte de África, tiempo después, se extendió a la velocidad del rayo por este territorio peninsular, barriendo a las élites visigodas e instaurando un nuevo régimen. Unos miles o decenas de miles de guerreros cruzan el Estrecho de Gibraltar (año 711, según la historiografía oficial), se extienden por la península, se apoderan del suelo, pero luego hay que configurar un estado o algo que se le parezca. Esto no será posible si no involucran al resto de la población autóctona para que gradualmente participe en la invención, creación y consolidación de esta nueva realidad estatal. Vemos que al substrato preexistente se le van añadiendo nuevas capas.
Esta familia de labriegos, incluso este mismo estado naciente, descubría lentamente que vivía en un nuevo régimen, con nuevos «amos» (la élite dominante), y que eran musulmanes, que le rezaban a un «dios» (una preciosa «ficción») distinto al de sus vecinos; que adquirían aficiones, costumbres, folclore, idiomas..., diferenciados de otros grupos humanos o estados circundantes; porque las cosas se van elaborando poco a poco. El monoteísmo salvífico, por ejemplo, no se crea ni se fracciona (judaísmo, cristianismo, islam, con sus respectivas ramas) de un día para otro, sino a lo largo de siglos de una forma más porosa y orgánica de lo que solemos creer. Los ritos, los símbolos, los templos, los escritos sagrados, los eruditos reformadores… El relato tardaba tiempo en codificarse, extenderse y consolidarse, y para entonces ya estaban apareciendo otros hitos nuevos en el horizonte. El estado tarda tiempo en «ficcionarse», la sociedad tarda tiempo en adquirir una coloración cercana a la homogeneidad, solo mucho después se alcanza una auténtica conciencia fehaciente de la transformación o nueva identidad.
En aquellos tiempos, el poder necesitaba grandes signos ostentosos y visibles para hacerse patente, para ser efectivo y convincente; pero, aun así, estas manifestaciones se podían desplegar en muy pocos sitios (ciudades —las pocas que hubiera—, pequeños burgos, aldeas, fortalezas y otros puntos estratégicos) por falta de medios físicos, técnicos, económicos, humanos..., tangibles. Se requería un gran esfuerzo material y humano para alcanzar todos los rincones del estado (como ahora en realidad, pero a otra escala). Se acuñaban nuevas monedas, surgían nuevas modas, nuevas expresiones culturales y religiosas, nuevas normas sociales, edictos y leyes… Y el brazo armado del poder se ocupaba del cumplimiento del orden establecido y de mantener a raya a todas aquellas facciones internas o externas que pretendieran disputar o debilitar la estructura estatal construida (esto siempre ha sido una cuestión de poder contra poder, ergo ficción contra ficción). A nosotros nos llega de forma comprimida —gracias a la historia— un sinfín de fechas, batallas e intrigas palaciegas; pero mientras tanto la vida de esta estirpe familiar de labriegos se mezclaba con otras, se tornasolaba, bregaba para sobrevivir, asimilaba lentamente las modas y dictámenes que el poder irradiaba, y durante generaciones salía adelante a duras penas mientras permanecía atada a la tierra.
Léase: “Las seis etapas de la creación del Estado” (Franz Oppenheimer).
Esto pudo acontecer así como digo, o no; pero hoy la realidad es bien distinta, las ficciones estatales se pueden fabricar en un periquete, los cambios de régimen pueden ser instantáneos, los mecanismos de transmisión del poder y sus estructuras son ágiles, están bien engrasados y organizados (parlamentos, diputaciones, ayuntamientos, aparato burocrático, colegios y universidades, medios de comunicación de masas, Internet, fuerzas de seguridad...); y basta con sustituir unos cuantos actores por otros, unos funcionarios por otros, algunos símbolos por otros, y difundir la nueva ficción con la persistencia propagandística que recomendaba el siniestro Goebbels… para obtener resultados apreciables. Por ejemplo, el «tsunami democràtic» y/o «procés» independentista catalán se ha desarrollado entre 2011 y 2017; obviando el laborioso trabajo de zapa de los años previos en la España de las Autonomías, el Régimen del 78 si así se prefiere. Bien seguro, una vez que esta élite independentista agarre el poder soberano en el territorio deseado —la ficción «Cataluña independiente»—, si es que alguna vez esto se hace efectivo, no lo soltarán en absoluto, no permitirán otros «tsunamis democràtics» internos (de repente serán ellos los malvados fascistas opresores), y emplearán todo el poder blando y duro del que dispongan para hacerse fuertes y tener voz propia en el concierto de las naciones canónicas, esas que son realmente existentes, legalmente constituidas y reconocidas por sus homólogas (llamémoslo el «Consenso Westfaliano», un concepto que me acabo de inventar, o tal vez ya exista, chi lo sa). Aunque a menudo se olvida, que si las naciones canónicas, los estados westfalianos, osaran reconocer la independencia de la supuesta «República de Cataluña», y los trataran como iguales, estarían abriendo el melón del secesionismo a escala internacional para que surjan hipotéticos brotes separatistas en el interior mismo de sus fronteras. Nuestros gloriosos y bienamados catalanes separatistas ya tienen hasta embajadas repartidas por el mundo, financiadas por los incautos españoles (el «enemigo», según la narrativa indepe); han pensado en todo, solo les falta clavar una estelada en la luna (no les daré ideas). Qué pasa mientras tanto con la población que vive en el territorio donde se suceden estas operaciones de ingeniería social, pues que poco a poco cambia de coloración, al principio la mayoría se sentiría española, identificada con España, pero después de un proceso tan intenso de manipulación descarada, como este, los datos estadísticos afirmarán otra cosa. Por consiguiente, olvidémonos de contar con el permiso de todos —la población mundial— porque es imposible, cuando nos lancemos a la creación del «ESTADO GLOBAL», una tarea que ahora nos puede parecer ciencia ficción, inviable, descabellada, megalómana, colosal y posiblemente temeraria y distópica; porque se está en mantillas y está todo por pensar, ergo «ficcionar». Hay que saber por qué, para qué, cómo, cuándo, dónde, cuánto, lo que se gana y lo que se pierde… para empezar de algún modo este titánico proceso, nada que no se pueda inventar ni argumentar. Ya veremos.
En cambio, soy de la opinión que ese proceso de globalización/unificación política planetaria, unidad en la diversidad, ya ha comenzado; hay muchos indicios y realidades tangibles que así lo corroboran; el primero lo representa mi persona misma, un ciudadano español que no se reconoce únicamente español, que pretende una realidad mejor no solo para su país, sino para toda su especie y el hábitat natural y planetario en el que vive; una realidad que se traduzca en proyectos definidos firmes y cabales, instituciones reales, y reformas profundas en todo el orbe. Y si yo he llegado a esta solemne determinación, no seré el único; otros cientos, miles, decenas de miles, millones tal vez han llegado o están llegando a esa misma conclusión, aunque ahora esto pertenezca al plano de la suposición. Pero ni siquiera, hay muchas realidades supranacionales que están desbordando el orden westfaliano del que partimos, un orden que respeto rigurosamente, porque me doy cuenta del esfuerzo tan grande que ha supuesto esta construcción para la Humanidad —«ficción Humanidad»— a lo largo de siglos, y del bien que nos hace. Y por eso, desde el primer momento lo tengo muy en cuenta, para que no existan máculas, cabos sueltos, vacíos de poder, a la hora de iniciar transferencias de soberanía consentidas, en las dos direcciones hacia lo macro/mega (estado planetario) y hacia lo micro (individuo medio o «ciudadano del mundo»), en pos de objetivos beneficiosos para todos.
¿Acaso la ONU no podría ser un rudimento embrionario de esto que estoy insinuando; acaso la Unión Europea (UE) no es una superación clara y evidente, pacífica, consentida, programada, del orden westfaliano preexistente; acaso la proliferación emergente en las últimas décadas de plataformas, grupos, tratados y organizaciones internacionales de toda suerte, en todas partes, no nos está hablando de la era que viene que tenemos por delante? Hoy el G-8, o el G-20, o el grupo de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), o el G-5, o los CANZUK… se reúnen con asiduidad para tomar decisiones que incumben no solo a sus países respectivos, sino a todo el planeta. ¿Por qué? Porque ningún país o potencia (por más armada y nuclearizada que esté), por más que pretenda, no puede marcar la agenda en solitario del resto del planeta, porque no tiene ni medios, ni capacidad, ni competencia, ni legitimidad, ni liderazgo y ni siquiera un plan honorable, una ficción que se precie y podamos compartir, para gestionar el destino de 8.000 millones de personas; porque la complejidad es inmensa y la interdependencia total, emergente.
Durante la GUERRA FRÍA (1947-1991), el mundo quedó dividido en dos bloques, el marxista y el liberal, el comunista y el capitalista, el oriental y el occidental —un proceso que suelo denominar «Revolución Siamesa»—. Se libró un pulso de titanes en el intento frenético de aniquilar al adversario (las técnicas desinformativas de Goebbels prosperaban a placer: propaganda, falsedad, ideología, espionaje, sabotaje, tensión bélica, conflictos regionales, falsas banderas…); y pareciera que cuando la URSS se autodestruyó todo el planeta quedaría unificado por fin, con capital en Washington —por supuesto—. Fukuyama se convirtió en el juglar que nos cantaba las lindezas del mundo unipolar, y a Bush Senior se le llenaba la boca con aquello del «Nuevo Orden Mundial»; [ya solo faltaba el ilustrado aliento de Hollywood para ayudarnos a entender el futuro de unidad, concordia, redención y progreso que nos esperaba, capitaneado por USA, la gloriosa nación llamada a liderarnos y salvarnos; y por eso desde entonces en la ficción —repito, únicamente en la ficción— toda la Tierra celebra la fiesta meganacional del 4 de Julio, porque Roland Emmerich y Dean Devlin tuvieron la feliz idea de salvar al planeta de la más virulenta y salvaje de las invasiones alienígenas, jamás imaginada: película Independence Day (1996). ¡Toma castaña!]. Nada más lejos de la realidad, cada país —o estado westfaliano— juega sus cartas en función de su tamaño, de sus recursos y de los estados vecinos; y preferimos convenir que hoy el orden, el que quiera que sea que tenemos, como mínimo es multipolar. Hoy China rivaliza y supera en gran medida a Estados Unidos, el líder «comunista» Xi Jinping se proclama el adalid mundial del libre comercio (porque China puede y porque le conviene), y el centro económico mundial se desplaza al Índico-Pacífico (TPP-11, APEC, ASEAN, RCEP...). Occidente —la ficción «Occidente»— retrocede y se enroca. La Alianza Atlántica (OTAN) no estaba en sus mejores momentos (aún colea la estela de Trump) hasta que Putin ha invadido Ucrania y la ha revivido. Norteamérica se ensimisma, y Europa (excepto Reino Unido, claro) parece comprender que comportándose como un bloque dispondrá de cierto margen de maniobra, en un juego a múltiples bandas con múltiples actores en el escenario mundial.
Yeaaah!
Qué fue entonces del «Orden Westfaliano», qué nos queda ya... Desde mi punto de vista, solo es la antesala, la masa madre, de donde parte todo lo que vendrá. Nuestros países hermanos de América Latina —por ejemplo— ensayan múltiples fórmulas para reorganizar su porvenir en esta región del mundo, con todo tipo de acuerdos y alianzas internacionales más o menos eficaces, más o menos exitosos: OEA, UNASUR, Alianza del Pacífico, ALBA, AEC, Mercosur, CAN, CELAC, ALADI, Caricom... En Norteamérica estos mismos afanes se disparan por parte de México, Estados Unidos y Canadá, empezando por el TLCAN…. África intenta lo propio: Unión Africana, CEEAC, ECOWAS, SACU, parte de la Liga Árabe… En Asia la lista de combinaciones es interminable, y de Europa ya sabemos: Consejo de Europa, Consejo Nórdico, Asamblea Báltica, Benelux, Unión Europea (Eurozona, Espacio Schengen, Unión aduanera…).
Un trajín esquizofrénico, muy activo y excitante.
Es decir, los estados westfalianos traspasan parte de su soberanía, ponen en manos de organismos internacionales/transcontinentales/globales muchos asuntos en el ámbito de la cooperación, el comercio, las finanzas, el arbitraje, la defensa, la cultura, la salud, la agenda medioambiental…, algo que a efectos prácticos no hace más que ratificar el grado de avance de conectividad e interdependencia entre países que nos espera, por consiguiente de globalización: la misma ONU, el Banco Mundial (BM), bancos regionales, fondos monetarios, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), OIT, OMS, tribunales internacionales, Derechos Humanos… Y esto solo es en lo tocante a los derroteros de los estados —como vengo diciendo— westfalianos; pero por debajo de este nivel, proliferan por doquier muchos otros métodos de relación entre regiones e incluso entre ciudades. Y no debemos pasar por alto, tampoco, las muchas otras opciones que la Sociedad Civil nacional e internacional ensaya y expande —ficción «Sociedad Civil»—; como por ejemplo, la proliferación de multitud de Organizaciones No Gubernamentales (ONG) dispuestas a operar con mayor o menor acierto/injerencia en todos los rincones del planeta, con la ayuda tecnológica inestimable de Internet, el resto de medios de comunicación, y cantidad de redes sociales, logísticas y financieras que crecen día a día… Algo está pasando, ¿sí o no?, parecen ser los síntomas evidentes de un cambio monumental de percepción de nosotros mismos, de nuestra especie y de nuestra relación con todo lo demás.
La conectividad es nuestro destino. Parag Khanna. Charla TED (2016).
Bandera de la Unión Europea
Año 1992. Un día cualquiera, tal vez un domingo de septiembre o de principios de octubre. Atravieso Francia en tren por la noche y llego a París —por primera vez—, con los primeros claros del amanecer, a la Gare Montparnasse. Era tan temprano que todo estaba cerrado: el metro, los establecimientos comerciales, las oficinas… La ciudad dormitaba. Así que dejo mi equipaje en consigna y salgo a pasear para hacer tiempo. Lo primero que veo es la imponente Torre Eiffel aparecer entre los tejados de zinc, y me dirijo hacia ella sin pestañear. Me sitúo debajo y contemplo maravillado la enorme estructura metálica del monumento. Recorro los alrededores, atravieso el río, subo hasta la explanada del Trocadero, y desde allí contemplo emocionado, absorto, encantado, París despertando y toda la esbeltez de la torre… Por fin, estaba cumpliendo uno de mis sueños más arraigados, conocer la «ciudad de las luces», la ciudad de las grandes aventuras artísticas e intelectuales, la ciudad de Picasso y de tantos otros notables. Y... en ese mismo momento algo toca mi cuerpo por detrás, casi pierdo el equilibrio, giro mi cabeza para percatarme de un suceso inolvidable, casi una epifanía, una señal del cielo —ficción «epifanía», ficción «señal del cielo»—: un hombre negro (de color, ¡perdón por mi incorrección!) corre con un hatillo lleno de baratijas, un anciano turista, probablemente nórdico por su aspecto, le pone la zancadilla, cae al suelo, sus cosas se desparraman y tres policías que lo perseguían lo atrapan a cuatro metros de mí... ¡Bienvenido a la realidad, réveille-toi (despierta), Tisho Babilonia! Esta ciudad ya no es la de aquellos artistas e intelectuales, es la de mi tiempo; las preocupaciones que tuvieran nada tienen que ver con las de ahora, y el arte y los artistas de ahora nada tienen que ver con los de entonces... Impresionado por la escena, regreso a la estación a por el equipaje, tomo el metro y me dirijo a Saint-Denis, al norte de París, prácticamente a la penúltima estación de la línea 13, creo recordar. A medida que avanzaba, el aspecto físico y la indumentaria de los viajeros iba mudando, la población blanca europea iba desapareciendo de los vagones, apeándose en las sucesivas estaciones y ya solo quedaban personas de procedencia extraeuropea en un vagón en el que yo era el único blanquito… Mi calenturienta imaginación de cateto de pueblo sureño tuvo miedo por un momento, creí que me dirigía a un arrabal marginal, a un suburbio peligroso donde asaltaban a los blancos y se los comían. Tantas películas sobre el Bronx de Nueva York me pasaron factura, estaba preocupado… Paso esa noche en una pensión de mala muerte y aguardo al lunes para presentarme en mi destino final, el Departamento de Relaciones Internacionales de la Universidad de París VIII. Me dirijo al campus, atravieso sus puertas, contemplo el hall principal y me quedo sorprendido y aliviado al ver una masa enorme de estudiantes de todas partes, chicos y chicas de todos los colores, de toda condición, «bavardeando» (charlando) entre ellos, animados, confiados, felices... Acabaría pasando dos años rodeado de gentes de todo el mundo, alojado en la Residencia Universitaria Internacional de Saint-Denis, como estudiante Erasmus el primer año y como estudiante oyente libre el segundo; en una «torre de Babel» típica funcional de la «banlieue» (periferia) parisina construida al estilo internacional promovido por Le Corbusier y otros arquitectos del montón, una «machine à habiter» de hormigón armado de 10 plantas. Probablemente los años más determinantes, intensos, fecundos e instructivos de mi vida. Metí las narices en toda suerte de cursos de artes plásticas, estética, historia, filosofía, sociología, psicología, política, urbanismo, teoría científica y tecnológica… siguiendo las clases de profesores extraordinarios, creativos, maravillosos, originarios de cualquier parte del mundo.
Meses antes de este primer viaje a París, estando aún en España, había visitado con euforia y expectación la EXPO de Sevilla, y tampoco me perdí por televisión los Juegos Olímpicos de Barcelona. España estaba exultante, en su cenit. De repente, en medio de una gran franja de agua que quedaba al sur de Francia, afloró por generación espontánea en el mapamundi un país llamado España; ¡zas!, ya éramos europeos, supieron de nuestra existencia: ¡¡¡HOLAAA, ESTAMOS AQUÍ!!! Y del mismo modo que decidimos ser más demócratas que nadie, también decidiríamos ser más europeístas que nadie, yo el primero. ¿Soy europeo, sí o no? Eso dice la geografía y la historia, la «megaficción Europa», y eso mismo lo ratifican las instituciones europeas y mi documentación. Soy de mi pueblo, soy andaluz, soy español y soy europeo —mis banderas lo proclaman—, es decir, soy un ciudadano miembro de pleno derecho de la UE mientras que no se demuestre lo contrario; por tanto, un sujeto político sometido a los derechos y deberes que existen en esta región del mundo. Esto se percibe con más claridad cuando se sale del país y se recorre el resto del territorio europeo, pero mucho más cuando se sale a otros continentes.
En una visita al parque de La Villette (un importante centro cultural y artístico de la ciudad parisina), entre las muchas salas de exposición, había una con diversos gráficos y mapas de Europa en los que se mostraba la distribución de la población y de la riqueza en este continente, y se hacía referencia al futuro de la Unión Europea... Recuerdo vagamente uno de estos mapas en los que se señalaba una amplia zona de la geografía europea como el motor central de Europa, el núcleo duro, la columna vertebral, la zona con más población, más urbanizada y rica, con más PIB; y de esta zona, perfectamente localizada, salían flechas en varias direcciones con un signo de interrogación a continuación, dejando en suspense un posible desarrollo futuro de estas áreas «periféricas» con respecto de este gran centro señalado. Así es, es cierto, desde la mitad sur de Gran Bretaña hasta el Norte de Italia se extiende una especie de ameba tecnosférica y demográfica gigante, un manto denso casi ininterrumpido —si exceptuamos el Canal de la Mancha, los Alpes y algunos campos y bosques intermedios— lleno de ciudades, conurbaciones, industrias, autopistas, ferrocarriles, aeropuertos, ríos y canales navegables…, todo galvanizado y unido como una portentosa vorágine antropogénica; uno de los territorios más ricos y avanzados del mundo (según el concepto estándar actual de «ficción mundo rico y avanzado» que tenemos); podríamos llamarlo «EUROCIUDAD» —aunque Roger Brunet lo llamó Banana Azul, y otros lo llaman Dorsal Europea o Megalópolis Europea—. Y después, ¿qué?, esa era la incógnita que señalaba este mapa.
Es imposible abstraerse de esta realidad catedralicia. Alguien que nace y reside en algún punto de Europa fuera de esta tupida y potente zona central —el cogollo de Europa—, habitada por unos 150 millones de personas… es un «resignado periférico», un «vulgar satélite» que gravita en torno a «Eurociudad» (hasta los mismísimos catalanes micronacionalistas separatas celestiales son pura periferia, no tienen ni idea de hasta qué punto); siempre y cuando nos dejemos llevar por este relato, claro; siempre que miremos las cosas bajo una lógica eurocéntrica, ¿sí o no? Cuando se vive en estos grandes centros culturales económicos y demográficos del corazón de Europa, a poco que se hurgue en el ánima de las cosas uno se percata con claridad manifiesta del enorme influjo del eurocentrismo [el eurocentrismo es real, existe, igual que el sinocentrismo, el americanocentrismo (gringocentrismo), el rusocentrismo, y muchos otros patriocentrismos…, no se puede evitar]; y bajo los efectos «estupefacientes» de esta constatación, el mundo entero parece gravitar en torno a Europa: un espejismo o ficción o síndrome del que se sale airoso cuando se es tan supermegaegocéntrico y fronterizo a partes iguales, y rebelde intelectualmente, como yo —esto de la rebeldía lo digo por si alguien no lo había notado todavía, ya lo trataré más adelante—.
Réveille-toi!
¿Así será siempre, dentro de mil años seguirá siendo así... hasta el fin de los tiempos? ¿Un mundo rico y otro pobre? ¿Un mundo receptor de cerebros bien preparados y de mano de obra —barata y abundante—, y otro emisor exportador de recursos humanos y materias primas; centros dinámicos y saneados, periferias atrofiadas y serviles? Tal vez sí y tal vez no, en todo caso algo habrá que hacer para romper este maleficio, tratar de equilibrar el panorama, no solo europeo, sino mundial. No obstante, reconozcámosle a la Unión Europea el empeño y la buena voluntad que pone, el ímprobo esfuerzo que ha supuesto enderezar poco a poco, con dificultad, muchas regiones y países, empezando por Andalucía y por España mismas. La Unión Europea es una grandiosa creación, una fórmula política ejemplar. Cuando nos embarcamos en este proyecto suprawestfaliano, sabíamos que ganaríamos algunas cosas y otras se perderían en el camino, y que el balance resultante entre lo perdido y lo ganado sería satisfactorio, y así es, le pese a quien le pese, sobre todo a los «euroescépticos» en general y a los «brexiters» en particular. Cruzar fronteras sin ningún impedimento, instalarse en otros países sin mediar explicación, sentirse a salvo y protegido por el estado de derecho, grandes principios y valores democráticos constitucionales, tener orden público, seguridad jurídica, compartir la misma robusta moneda, abrir cuentas bancarias, montar empresas y negocios en «pocos trámites», comprar y vender libremente, transportar mercancías allá donde se demanden, estudiar en cualquier centro..., en territorios con buenas infraestructuras, pacificados, avanzados cultural y socialmente..., es simplemente glorioso. Destinar fondos estructurales, fondos de cohesión, fondos solidarios... para financiar obras y proyectos en todos los territorios, generar tejido empresarial, pymes, sistemas de becas internacionales para estudiantes… Disponer de cobertura social, derechos laborales, normativas de calidad en todos los ámbitos de la vida (transportes, viviendas, establecimientos de todo tipo, regulaciones higiénico-sanitarias, productos de consumo homologados cuidadosamente etiquetados, hospitales, escuelas, universidades…) es manifiestamente apoteósico, siempre infinitamente mejorable —claro—. Y añadiré más, extender esta forma de proceder es mi objetivo para todo el planeta, ¡avisados quedan! («de vueltas con el ¿eurocentrismo?»); aunque para eso necesitemos décadas, tal vez siglos. [Sin embargo, ya sabemos que los miles de funcionarios que trabajan en la ONU actual —para que se note que el sueldo que ganan está bien empleado—, «han decidido que esa transformación planetaria estará lista en un periquete, para el año 2030 —ni más ni menos—, un giro radical que además deberá ser sostenible». Para más información consúltense los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) y los Objetivos del Milenio].
Ahora bien, tomo el testigo de la pregunta que se formulaba en aquel mapa de La Villette. Queda mucho por hacer en todos los sentidos para que Europa sea, siga siendo, el prometedor rincón del mundo que es; de hecho, no debemos bajar la guardia, las tornas siempre pueden cambiar para peor. Sin embargo, no puede ser —por ejemplo— que los países del sur de Europa sean despreciados y tildados como países marranos, “pigs” en inglés (acrónimo de Portugal, Italy, Greece, Spain), porque no es cierto, porque es un insulto a la inteligencia que no merecemos, porque somos, hemos sido y volveremos a ser mucho más que un destino vacacional veraniego —aunque ser una potencia turística mundial no está nada mal, algo de lo que no hay que renegar—. Aun así, es cierto que los índices socioeconómicos son inferiores a la media europea, con enormes masas de desempleo, precariedad de toda índole, jóvenes preparadísimos, pero sin expectativas profesionales, abocados a la frustración perpetua o a la emigración para nutrir de ingenieros, científicos, médicos y enfermeros, obreros en general, el pulso industrial del norte. No, bastante hubo con mi padre y conmigo, él emigró a Francia en los años 50, trabajó duro en la minería y en la construcción de túneles, en una época en que la diferencia entre el norte y el sur de Europa era como de la noche al día —los felices 30 gloriosos de los que España apenas disfrutó—. Aunque lo que más le agradezco a mi padre, curiosamente, es que pasara de largo por Cataluña, que nos ahorrara el trago de convertirnos en una familia de charnegos amaestrados. Regresó tras un accidente laboral, y yo nací y crecí donde me correspondía, en Andalucía. Yo también he tenido mi ración de emigrante y de obrero, salvando las distancias entre su época y la mía; de lo que no quiero ni hablar, excepto para rememorar como anécdota puntual esta época de París, en la que por gusto, por necesidad puramente intelectual, cuando se me acabó el dinero ahorrado y el de las becas, en el segundo año de estancia apechugué con el «exótico empleo de repartidor de pizzas», como un gilipollas, en el seizième arrondissement [distrito 16 de París, el barrio más chupiguay del mundo, ¡toda una aventura!; por cierto, cuando entraba en aquellas mansiones, o en las buhardillas que había encima, o en la infinidad de oficinas, boutiques, embajadas… pensaba que algún día habría obras mías expuestas en sus paredes —cosas de la fantasía y de mi patológico optimismo—]. Pero la realidad es esta: «el saber ocupa tiempo y lugar, es doloroso y cuesta dinero».
Aquella escena del pobre mantero africano capturado por los policías en el Trocadero tiene las décadas contadas, no sé si Europa se da cuenta. Ningún país está o estará por la labor de enviar su fuerza laboral, la flor y la nata de su juventud, su masa encefálica neta, todo el esfuerzo colectivo nacional, a rendir servicio y pleitesía reverencial a los países industrializados del «Norte Global» por unas cuantas remesas de divisas, que son pan para hoy y hambre para mañana. No, queridos europeos, amados míos, reconocida y admirada «banana azul», pronto no habrá polacos ni eslavos en general, ni «pigs» euromeridionales, ni magrebíes, ni subsaharianos, ni nadie que venga a pasar frío, ni desarraigo, ni racismo, ni discriminación por sutil que sea, a vuestras preciosas tierras, para limpiar culos a vuestros ancianos, barrer calles y escaleras, recoger y reciclar vuestra basura, servir mesas, construir vuestros edificios, cubrir tareas repetitivas tayloristas en vuestras fábricas, cultivar vuestros campos... En definitiva, ningún trabajo de baja media o alta estofa… Estos tendrán que hacerlos los nacionales respectivos, ya veremos cómo. Quién cotizará en el sistema de pensiones, quién sostendrá la enorme masa demográfica envejecida… ¡Cómo no sean los robots! La explicación de este proceso general, global, esta tendencia inexorable que vaticino se resume con dos palabras vaporosas: «INSUBORDINACIÓN FUNDANTE» (un concepto que trataré más adelante, que he tomado prestado de Marcelo Gullo, un valiente e ilustre argentino que admiro).
Los países, regiones geopolíticas enteras, estarán muy ocupados, sacando su gente adelante, construyendo su porvenir; y de paso, supongo/espero, construyendo la red planetaria de «Cosmópolis» que propondré a mi especie, nuestra especie. Y en aras de las solemne coherencia, para empezar, quiero recorrer el continente europeo —como el «flautista de Hamelín»— contando mi mensaje —«megaficción»— en forma de arte, ni más ni menos que para tratar de invertir la tendencia histórica en esta parte del mundo, y atraer hacia el sur, hacia mi pueblo [*nota 6] —por extensión el altiplano granadino, por extensión Andalucía España, por extensión el Mediterráneo Occidental—, la flor y la nata intelectual y económica excedente y superpreparada de Europa; los mejores cerebritos, políglotas, universitarios, docentes, pensadores, inventores, artistas, científicos, empresarios, inversores… —Perdón, perdón, perdón, no estoy contando toda la verdad, también quiero reunir en mi pueblo aparte de estos cerebritos europeos, a los del resto del planeta Tierra—. Para recomenzar y refundar nuestra comunidad de naciones. Para construir la nueva, resplandeciente, e ilusionante capital política y administrativa de Europa, prácticamente desde cero, de raíz; una urbe de nueva planta [*nota 7] en el sur soleado de nuestra querida Europa (un acontecimiento que pocos se hubieran imaginado jamás —ver para creer, qué gran sorpresa—). La «COSMÓPOLIS DE BAZA», entre muchas de sus atribuciones, tendrá la función de Capital de la Unión Europea, faro guía de todo lo mejor de la europeidad; es decir, quiero «liberar» de esta pesada carga a Bruselas, Estrasburgo, Luxemburgo y Fráncfort, «descongestionarlas», hacerles ese favor; y de paso crear un revulsivo económico, tecnológico, social, cultural, urbanístico, ecológico, político, de magnitud transcendental en el suroeste de Europa. El revulsivo del siglo. Nuestro continente no puede seguir ensanchando el grosor del PRECARIADO —la nueva megaclase social que nos describe el polaco Zygmunt Bauman—, no puede permanecer paralizado por la esclerosis indefinidamente, noqueado por el siglo, derrotado y vencido; asumiendo el único papel en el que parece estar cómodo a estas alturas, el de etno-parque para solaz de los turistas del mundo, repleto de tradiciones folclóricas y culinarias, ruinas, castillos, batallitas, palacios, iglesias y museos para visitar. Europa es joven, claro que sí, y tiene mucho más que aportar. Os espero en el sur, en la Europa bendecida por el sol, en la «California Europea».
*Nota 6. BENAMAUREL, mi pueblo natal, es una tierra dura, exigente con sus hijos, en la que imaginé por primera vez este futuro para Europa y para el mundo que estoy anunciando, y que desarrollaré por medio de mi obra artística y escrita. Por tanto, guste o no, es el epicentro de una «revolución planetaria», el ojo del huracán en torno al que todo gira, un vórtice; si por revolución entendemos nuevos puntos de vista sobre la realidad, la materia, el tiempo y el espacio, sobre nuestra especie, sobre nuestro modo de organizarnos y nuestra relación con el resto de las especies y el planeta... Nuevas «ficciones» que nos ayudarán a concebir y emprender proyectos de envergadura planetaria sin precedentes, con repercusiones gigantescas, en pos de la que denomino «PRIMERA CIVILIZACIÓN GLOBAL DE LA HISTORIA». Y puesto que parte de estos proyectos transformadores cuentan con la creación desde cero de nuevos centros de reflexión y decisión, culturales, sociales, económicos y financieros, de creación y asentamiento habitacional; desde siempre imaginé uno para este territorio extenso y semivacío donde surgió todo. Y visto en perspectiva, es una perfecta respuesta a la interrogación que había en aquel mapa de La Villette, un segundo frente económico potente al sur de Europa, para equilibrar nuestro viejo-nuevo continente, expandir el desarrollo integral hacia el sur, hacia la ribera mediterránea. Y puesto que se trata de una región que se encuentra en el suroeste de Europa, y por paralelismo con la ubicación, el clima soleado y benigno, y el rol de polo económico social y cultural que California desempeña para Estados Unidos, podemos asimilar esta misma idea para la «CALIFORNIA DE EUROPA»; puesto que necesitamos, como vengo diciendo, un revulsivo de gran envergadura, un nuevo «El Dorado», para canalizar tanto talento y creatividad desbordante como tienen los europeos. Cambiar el modo de ver el mundo es cambiar el mundo. En Andalucía nadie es extranjero, ven a «NEURON POT», te esperamos.
*Nota 7. Crear ciudades capitales de nueva planta es un fenómeno recurrente, ha acontecido en muchos países a lo largo de la historia. El motivo principal por el que se tomaban estas decisiones se debió a la necesidad de un gran reinicio, un gesto simbólico y político de gran magnitud, y un desplazamiento de recursos hacia nuevas zonas para estimular la economía y los territorios. Vienen a mi cabeza ciudades que se construyeron con este fin, como Washington DC, Nueva Delhi, Brasilia, Camberra, Abuya..., sin olvidar que efectivamente quizás Europa necesite una empresa semejante para salir de la postración y encauzar el rumbo. No es algo que se pueda hacer de un día para otro, lo tengo asumido, pero tenemos todo el futuro por delante para visionar y convencernos de esta idea —o ficción— y de muchas otras que quiero comunicar. Mientras tanto, no cejaré en el empeño de hacérselo ver a mis compatriotas europeos. Este será un importante debate entre los muchos que quiero promover. Además, por si alguien no ha caído en la cuenta, los españoles tenemos una larga tradición fundadora y creadora de ciudades.
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