Año 2017, día 10 de octubre. Carles Puigdemont, el Presidente de la Generalitat de Cataluña, comparece en el Parlamento Autonómico de esta región española, para proclamar la «Declaración Unilateral de Independencia de Cataluña» (DUI) ante una cámara de representantes rota, puesto que el enfrentamiento entre el bloque separatista y el bloque constitucionalista defensor de la legalidad vigente y de la adhesión a España, era irreconciliable sin remedio. Cincuenta y seis segundos después, en este mismo discurso, suspenderá de facto semejante tentativa de independencia. Pensemos en la gravedad del acontecimiento: se estaban tomando decisiones trascendentales que conciernen plenamente al conjunto de los españoles, con cuya opinión no se contaba para nada.
Los españoles y mucha gente del resto del mundo asistimos estupefactos frente al televisor a este espectáculo nervioso y esperpéntico, digno del mejor vodevil y del más retorcido exhibicionismo surrealista daliniano. Se trataba del desenlace final (o punto y seguido) de un farragoso proceso independentista que veníamos arrastrando y padeciendo a lo largo de décadas, tal vez siglos... Cómo, por qué de repente un día alguien decide que quiere independizar su región o territorio de otro más grande; y llamarlo nación, patria, estado, república independiente… La repuesta a esto aún la estamos descifrando en España, mi país; sería tan larga de argüir que no acabaríamos nunca. Lo cierto es que Cataluña es una región española de pleno derecho, en la que se cumplen las leyes (derechos y obligaciones); que nunca fue reino, ni república, ni territorio independiente ni soberano, en ningún momento de su historia; y que al menos desde el siglo XV forma parte indisoluble de España —igual que mis brazos forman parte de mi cuerpo—, desde que la Corona de Castilla y Aragón se unificaron por medio del matrimonio regio de Isabel y Fernando, sus monarcas respectivos.
Los españoles hemos aprendido mucho del SEPARATISMO, este largo proceso («procés», así denominado en lengua catalana por los separatistas) al que nos hemos visto confrontados desde antiguo, sin tregua; por causa de las reivindicaciones independentistas sostenidas por ciertos sectores aguerridos de la población de algunas regiones, en especial el País Vasco y Cataluña (las más ricas e industrializadas de España, precisamente —aunque por el momento—). Desde «siempre», a lo largo de mi vida, viví en un país en el que cada pocos días asistíamos horrorizados a un nuevo atentado sangriento con coche-bomba o tiro en la nuca, o a un secuestro, o a una extorsión… perpetrados por la banda terrorista ETA; que reivindicaba la independencia de Euskal Herría (País Vasco). Viví en un país en el que te recordaban de muchas maneras explícitas y sutiles que eres un ciudadano de segunda o de tercera categoría, por ser español y especialmente por ser andaluz (como es mi caso); que debes odiar todo lo tuyo, tu país, sus gentes, la lengua, la cultura y la historia que has recibido en herencia, en el humilde rincón del mundo que te ha tocado…, que debes renegar y odiarte por ello. Se tarda mucho tiempo —más de media vida— hasta que un día se reacciona y te haces la solemne pregunta: ¿Y QUÉ, tan grande, honorable e insuperable es la herencia que otros han recibido por nacer en otros territorios o países, con otra suerte, otra lengua, cultura, historia, economía…, su «superioridad» es tan anonadante? Al mismo tiempo, acabas haciéndote algunas preguntas más, respecto a las reivindicaciones que sostienen por activa y por pasiva, con enloquecida furia, nuestros queridos independentistas, nuestros entrañables indepes: ¿Tan despreciables somos (los españoles)? ¿Tan abrumadoramente superiores, avanzadas, exquisitas, perfectas… son estas regiones y sus gentes, tanto como para desear separarse de mí y de lo que represento en tanto que español, como el que huye despavorido de la más abyecta de las bestias, hasta el punto de cometer asesinatos en nombre de esta causa, y de emprender un proceso de adoctrinamiento masivo —lavado de cerebros— en el seno de sus poblaciones, para crear de la nada la masa crítica social necesaria para precipitar la ruptura definitiva? Y... ¿Quién es esta gente que me insulta, me denigra y difama tan a menudo, qué mierda se han creído?
Las naciones, los estados, son ante todo fabricaciones mentales, claro que sí; «FICCIONES» diría Noah Harari. Es todo tan arbitrario, tan relativo y etéreo… [Pero si apenas existe nada, la materia que nos rodea y de la que estamos hechos está compuesta de átomos, que son puro vacío, diminutos calabozos de espacio-tiempo]. Todo lo que nos constituye y conforma está hecho de pura apariencia —ya lo sabemos—, que a poco que nos empeñemos en desmenuzarla se quedará en nada. Y pese a todo, nuestro mundo funciona a base de «concreciones» físicas y mentales, al menos en el universo que nos ha tocado… Nunca sabremos cómo serían las cosas de concretas y duraderas en otros universos, bajo otras leyes físicas; temas sobre los que reflexionó largo y tendido el eminente físico teórico Stephen Hawking.
Hablar de «concreciones» no es oponerse a las «ficciones», todo lo contrario; definimos y damos cuerpo a las ficciones para concretarlas, precisamente. Venimos de una larga epopeya humana, un largo recorrido a través de cientos de miles de años de evolución; los estados actuales son un ejemplo concreto —una instantánea congelada en tiempo real— de este dinámico y abierto proceso, como son el resto de las ficciones…, convenciones que nos hemos construido (idiomas, identidades, religiones, costumbres, leyes, culturas, civilizaciones…) para poder regirnos de algún modo, tener algo a lo que agarrarnos según el contexto que nos ha tocado; para que la vida no sea —no parezca— tan eventual, fugaz y fútil, como sabemos que es. Podríamos estar a todas horas rompiendo lo concretado, traicionando lo convenido, desandando lo andado, desaprendiendo lo aprendido, destruyendo lo construido, cambiando la forma de organizarnos revolucionándolo todo, inventando idiomas, convenciones, costumbres, creencias, sistemas, códigos; lo hacemos en efecto a diario, pero no con la contundencia y magnitud que se requiere para que se precipiten los cambios de una forma disruptiva apreciable, tajante, sobre todo útil.
La mayor parte del tiempo, durante milenios, nuestra especie —unos pocos millones de individuos repartidos por todo el planeta— vivió en un inmenso océano de ruralidad aestatal —lo sabemos—; y, sin embargo, todos los indicios apuntan que a medida que aumentó la población y la complejidad, surgieron las primeras ciudades y las primeras civilizaciones agrarias en los valles fluviales más fértiles de la antigüedad. Se precisaron grandes construcciones (ficciones/concreciones) físicas y mentales para mantener cohesionadas a las muchedumbres, de la manera más pacífica, funcional y beneficiosa posible; aunque nos parezca mentira desde la mentalidad de nuestra época. Surgían los estados no siempre por capricho, sino por necesidad o como consecuencia, es decir, por oposición o en defensa frente a otros grupos y/o estados dominantes y expansivos. Los grandes grupos humanos empezaron a organizarse y delegar, a transferir parte de su libertad y su singularidad personal o familiar o tribal, en favor de grandes entidades ficticias (los incipientes estados); para asegurarse a cambio el máximo de estabilidad posible, espacios amplios protegidos para la relación y el mejor desempeño de los individuos en sociedad. En lugar de poner toda la suerte en manos de la buena voluntad del prójimo, aleatoriamente, anárquicamente, pánfilamente..., poco a poco se optó por algún tipo de estructura de poder, de jerarquía de normas, valores e intereses, cierto estado de legalidad convenida o contrato social o reglas del juego colectivas, cierto relato identitario, en una especie de viaje sin retorno; de tal manera que desde entonces los individuos, las nuevas generaciones, nunca más volveríamos a nacer en ese magma amorfo de aestatalidad prehistórica. Pronto afloraron las especializaciones y las clases sociales, los líderes (caudillos, monarcas, emperadores… a la postre), los estamentos, el funcionariado, los productores (agricultores y artesanos), los comerciantes, los guardianes (guerreros), los ideólogos, los juristas, los profetas…, para acabar «concretando» los primeros estados, o regímenes políticos, tanto o más duraderos y eficientes cuanto mayor fuera la cohesión de estas sociedades y su potencial económico y militar. Nada de esto ocurrió sin más, fue el producto de un largo proceso de ensayo y error que duró milenios, una eterna colisión entre intereses de toda suerte a modo de enjambre (algunos irán más lejos y a este fenómeno lo catalogarán de «biocenosis», todos contra todos). De hecho, nunca sabremos si este régimen de contingencias pudo ser de otra manera, ni si es bueno o malo, lo único cierto es que es inevitable para bien y para mal. Todos nacemos en un territorio administrado por una estructura estatal, una envoltura multicapa de instituciones colectivas preexistentes que se adueña de nosotros cuando nacemos, nos configuran y otorgan identidad; realidades políticas fortuitas que nos preceden y seguirán estando —con toda probabilidad— cuando la entropía reclame su parte, quiero decir, cuando muramos. Por consiguiente, no somos individuos sin más —tablas rasas—, somos construcciones mentales, culturales, supersociales..., burbujas institucionales adheridas a alguna parte; como los granos de uva pertenecen a algún racimo y este a una cepa de la vid, y esta a un viñedo.
Y he aquí, siglos después de vicisitudes sin cuento, que Pokemón (¡uy, perdón, quise decir Puigdemont!) nos confrontó de sopetón a los españoles ante la descarnada crudeza de la aleatoriedad/provisionalidad política, social, económica, cultural… que subyace en las creaciones humanas desde la larga noche de los tiempos. Una vez más, esta máquina infatigable hacedora de realidades/ficciones sin fin, que es la mente colectiva humana —ficción «mente colectiva humana»—, nos arrojaba a la cara el gran órdago de nuestras vidas, para que el chantaje tome cuerpo y se haga realidad. Básicamente Puigdemont y los suyos nos vinieron a decir: «Sabemos que esto de las naciones y los estados es una ficción, una convención, y que los estados nacen crecen y se extinguen un día; hasta aquí hemos convenido hacer el camino juntos bajo instituciones compartidas, pero desde hoy nos acogeremos a las nuestras propias de forma irrevocable: descuartizad vuestro país (el Reino de España), para que nosotros podamos disfrutar del nuestro propio (la República Independiente de Cataluña). ¡Multiplicaos por cero!». Que alguien me diga si esto no tiene lógica, claro que la tiene, puesto que partimos de puras ficciones que evolucionan y mutan; el desafío es inequívoco y contundente; el mensaje directo, transparente y legítimo, por supuesto. Pero qué haríais los demás si esto llega a ocurrir en vuestros países respectivos (más adelante en el tercer capítulo os lo contaré), puede incluso que esta tendencia se ponga de moda; máxime, como sabemos, cuando esto de las naciones y los estados —micro, macro, mega—, esto de las identidades..., es una puñetera invención colectiva, un espejismo, una filfa, un simulacro, puro humo —casi—.
Primero hay que detenerse en seco, pararse a reflexionar, no dejarse arrastrar tan fácilmente por el berrinche del momento y la evidencia sobrecogedora de los hechos: una marea humana estruendosa cercana al 50 % del electorado catalán que se declaraba insumisa e independentista (“Tsunami Democràtic” lo llamaron en catalán —¡siempre tan eficientes e inventivos cuando quieren, pero claro, no son los únicos, el mundo está lleno de gente muy capaz, incluso al sur del Ebro, «inexplicablemente»!—), antiespañola de forma cerril e irreconciliable... Cómo se había llegado a esta situación tan desgarradora, máxime cuando durante décadas el porcentaje tradicional que se declaraba independentista rondaba en estas regiones (que no ¿naciones?) el 15 o 20 % de media, como mucho. La respuesta es clara, la clave está en la «megaficción» catalanista creada por esta minoría poderosa y motivada para neutralizar la otra «megaficción» llamada España, e imponerla al conjunto de la población catalana valiéndose del confortable y próspero clima democrático creado en España, desde que se restableció la democracia en 1978, bajo el amparo de un documento prodigioso y excepcional —«ficticio», no lo olvidemos—, como es la Constitución Española de este mismo año.
Esta minoría micronacionalista fue decisiva a la hora de redactar esta Constitución Española de 1978, puesto que permaneció atenta y participó en la redacción de esta carta magna, inoculando el germen del separatismo entre los pliegues de las palabras. Recordemos el «efecto mariposa» del que hablan los teóricos del caos, en referencia al papel decisivo que desempeñan las pequeñas fluctuaciones en las condiciones iniciales de cualquier proceso dinámico; es decir, que el simple revoloteo de una mariposa en cierta parte del mundo puede desencadenar un huracán tiempo después. Franco había fallecido tres años antes y el grueso de la población española estaba decidido a superar la herencia franquista apostando de una vez por todas por la democracia liberal o estado social y democrático de derecho, homologable con el resto de las democracias europeas, todas perfectamente imperfectas. Todas las fuerzas políticas fueron invitadas... —«puertas abiertas y café para todos»—. En este documento se nos prometían libertades, derechos y deberes, justicia, paz y progreso, igualdad, protección..., se nos prometía convivencia y respeto mutuo, solidaridad, inclusión, pluralidad, democracia (el gobierno del pueblo, por y para el pueblo)... «Una bonita ficción». Y cada parte, cada rama política, se puso manos a la obra para tratar de medrar, sacar tajada y evolucionar en libertad, en el intento de llevar a la práctica la ficción que anhelaba su ideología respectiva. El partido comunista, recién rescatado del exilio y la clandestinidad, seguía soñando con la eliminación de la «burguesía» (la oligarquía franquista en nuestro caso particular nacional) y con un monopartido central marxista de corte pro-soviético. El partido socialdemócrata soñaba con el «Estado del Bienestar» de corte escandinavo y con complacer a todas las fuerzas políticas perjudicadas por el franquismo, según su compasivo sentido de la «justicia divina» socialista. El partido de centro democrático de Adolfo Suárez (el héroe de la Transición junto con el Rey Juan Carlos) se conformaba con que este artificio político de naipes —ergo, «ficción»— que sacó de una chistera, no se desmoronara a las primeras de cambio. La derecha democristiana y las facciones conservadoras procedentes del tardo-franquismo soñaban con permanecer en el poder —por supuesto—, pero, ante todo, henchidos de expectación pura, querían conocer qué era esto del juego parlamentario, esto de la «DEMOCRACIA»..., de lo contrario no se hubieran prestado. Y por supuesto, cómo no, también se incluyeron estos partiditos regionales (micronacionalistas) que habían surgido en el siglo XIX como hongos en plena era romántica, en los albores de la tímida industrialización del país (localizada, como dije antes, en Cataluña, País Vasco, y poco más); en manos de ciertos ideólogos como el «cariñoso» Sabino Arana (todo un personaje, que sentó las bases del micro-nacionalismo vasco y el desprecio a todo lo español —un dechado integral de racismo, supremacismo, xenofobia y odio feroz forever—; el arquetipo perfecto de «gran odiador», que debería enseñarse en todas las universidades del mundo, para saber cómo identificar y abordar este fenómeno); o el catalanismo de Valentí Almirall, Prat de la Riba, Francesc Macià… o los galleguistas Brañas, Castelao... y hasta el andalucista Blas Infante. En definitiva, en los tiempos de la Transición, los herederos y representantes de estas corrientes centrífugas románticas decidieron «cortarse las greñas, depilarse el entrecejo, quitarse las esparteñas y los zuecos, la faja y la boina (chapela, barretina, monteira… o lo que fuera), se adecentaron un poquito y se vinieron pa Madrid, la capital mesetaria»; con la mejor disposición, cierto talante gentil, colaborativo y empático [nuestros queridos Jordi Pujol, Roca i Junyent, Xabier Arzalluz, Anasagasti… siempre supieron hacer gala de la mejor sonrisa etrusca]. Qué formales, razonables, y complacientes éramos todos con el nuevo juguete compartido llamado «DEMOCRACIA»…, la nueva «megaficción». Íbamos a ser más demócratas y modernos que ninguno para recuperar el tiempo perdido; aunque por entonces ignorábamos que tanto entusiasmo («fundamentalismo democrático») podría costarnos demasiado caro, quiero decir: cargarnos el país, pulverizarlo. Nada menos que España, uno de los estados más longevos e influyentes de Europa y de la historia… le pese a quien le pese. Prometo que, por mí, no será, y que, si no pudo Napoleón con los españoles de entonces, ¡pardiez!, que tampoco lo conseguirán los amados indepes de ahora..., ya buscaremos la forma de revertir la situación de la manera más sofisticada, anestésica, siempre democrática, pero sobre todo elegante e inesperada por ellos. ¡Ser español está muy bien, podría ser mucho peor —algo que lamentablemente todavía requiere cierta explicación—; y lo más interesante es que puede que no queramos dejar de serlo, por si no les ha quedado claro!
Por ejemplo, lo que no sospechaba Puigdemont (que es nieto de andaluces, e incluso de franquistas, curiosamente) ni el resto de la resplandeciente, honorable y mega-respetable «pléyade» secesionista/separatista/micronacionalista (aunque poco respeto parecen prodigarnos a los demás si amenazan con destruir lo poco que somos), es lo que aconteció después del fatídico día de marras. No me refiero a la respuesta oficial consecuente pero dolorosa —que apruebo, por si no ha quedado claro— que aplicó el estado español con la legalidad vigente en la mano, contra el «procés» catalán; sino al comportamiento de la ciudadanía española, que vino después... A saber, contra todo pronóstico se puso a estudiar Historia de España en masa para tratar de comprender el sentido y el valor de los símbolos y las instituciones, el peso y la responsabilidad de la herencia de los que nos precedieron, el porqué de querer ser español o no, qué es ser español, en qué consiste esta «ficción»; y por qué habría de permitirse o no el desmembramiento, la ruptura o la disolución de la nación española —la ficción «España»—, en favor de las reivindicaciones separatistas de acá y acullá: la «archisupermegaultragloriosa» ficción «Països Catalans», la ficción «Euskal Herria», o la ficción gallega llamada «Nazón de Breogán» ¡oh là là!... a tenor del desafío insoslayable que este señor y la muchedumbre que lo acompañaba nos espetó aquel día. Los españoles por fin nos dimos por aludidos, y ya lo creo que habrá respuesta.
Es muy probable que a fuerza de jugar con las cosas de comer, abusar de la mansedumbre y de la buena fe, de llevar el cántaro a la fuente, de segar la hierba y horadar el suelo bajo nuestros pies, de machacarnos sin cuartel, de cuestionar a todas horas las nociones y rudimentos en los que se basan nuestras «ficciones» con las que se apuntala el cobertizo identitario de nuestras sencillas vidas españolas, sufridas, corrientes, dignas, intrahistóricas; que a duras penas lo único que persiguen es cierto porvenir razonable. Puede, digo, que llegue el turno de la desescalada y el descrédito, y les aguarden tiempos difíciles a nuestros indepes..., agrias travesías en el desierto; a los que se les devolverá el mismo tipo de política que nos han practicado todos estos años, esa de los perros de presa que no sueltan el bocado. Puede que nada de lo que digan o hagan tenga eco ni acomodo en la España que viene: ¡LA UNIDAD NOS CONVIENE! Se acabó el carbón.
NOTA DE GUERRA
Esta serie de 10 artículos de blog que he comenzado a publicar hoy (día 2 de abril de 2022), la tengo escrita desde hace más de 6 meses, en plena pandemia; y por tanto era imposible saber que en este momento presente estaríamos en el 38º día de guerra en Ucrania. Esta invasión rusa, impulsada por el Kremlin, y en última instancia por Vladimir Putin, ha producido en mí una grandísima impresión, un sorpresivo impacto emocional, y una cascada de ideas e interrogantes. Sin embargo, he decidido publicar a lo largo de las próximas semanas estos artículos previstos sin apenas variar lo redactado por causa de esta guerra. Una guerra que, a diferencia de muchas otras que tienen lugar en este momento —como la que hay en Yemen, la que hay en Etiopía, la que siempre hay en algún rincón de Oriente Medio…—, puede que, por sus características, por su envergadura, y por todo lo que hay en juego, marque el inicio de un cambio de época geopolítica… No se debe olvidar que este conflicto podría escalar y conducirnos a la Tercera Guerra Mundial, la guerra definitiva que acabaría con la civilización humana. De hecho, el riesgo de una conflagración nuclear es real e inminente, por tanto solo se le puede ayudar a Ucrania con envíos importantes de armamento, con sanciones severas que estrangulen la economía rusa, y una intensiva acción diplomática.
El mensaje que intentaré transmitir en los sucesivos artículos, permanece intacto, y cobra más fuerza, más sentido aún, al albur de esta guerra, porque por nada del mundo debemos cortocircuitar el planeta, dividirlo en dos o tres bloques antagónicos como en el siglo pasado... Buena parte de la comunidad internacional ha condenado esta agresión bélica, y se han aplicado sanciones durísimas a la economía rusa, sin precedentes en la historia, por parte de la Unión Europea y Estados Unidos principalmente. Además, desde el primer momento dudo mucho que la Federación Rusa consiga sus objetivos militares y políticos originales: someter y anexionarse Ucrania. Me parece una empresa disparatada e imposible, que sólo reportará mucha destrucción, sufrimiento y muerte a las dos partes; pues en el caso de que Rusia venza la contienda, consiga aplastar la patriótica resistencia de la población y al heroico ejército ucraniano en clara desventaja, la ocupación y el sometimiento del país sería imposible de conllevar por parte de la fuerza ocupante, como les pasó a los soviéticos en Afganistán, o a los estadounidenses en Afganistán y Vietnam.
Solo espero que China no se deje arrastrar por la espiral destructiva que ha emprendido el presidente ruso y la cúpula que lo sostiene, que se mantenga firme, deje caer a Putin si se da el caso, no lo apoye ni armamentística ni financieramente, y no provoque la ruptura del mundo en dos bloques; de modo que entre todos, la mayoría de los principales estados actuales, consigamos aislar y hundir a este régimen maligno, sin que el resto del planeta altere la dinámica globalizadora en la que estamos inmersos. Tiempo habrá de recuperar a Rusia y de reconstruir a Ucrania para el mundo, cuando el tormento cese, lo antes posible. El vicio de invadir países se va a acabar en este planeta, pues las pérdidas que reportará al invasor serán mucho más grandes que las supuestas ganancias.
Continuará...
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