Viene de “Mi Bandera (Múltiple) 1”. Consúltese antes de seguir la lectura.
Recapitulando... Las naciones se forjan a base de «ficción». Todo el mundo lo sabe: los nacionalistas, los comunistas, los socialistas, los liberales, los democristianos, los conservadores, los plutócratas, los epistócratas, los oclócratas, los teócratas, los espíritus desprendidos o seres de luz o «ciudadanos del mundo»…, e incluso los anarquistas esos que detestan el Estado. Hasta para construir un mundo «ácrata» se necesita alguna forma de Estado: un acuerdo tácito y consentido, la promesa de que se vivirá en comunidad santificada y armónica sin estado; algo que requerirá altas dosis de ficción, un océano de esforzada voluntad. Otros dirán que los estados son realidades «materiales»..., ¡ok, no comment, por el momento!
La «ficción», por lo tanto, es el principal instrumento que se necesita capitalizar; por eso lo primero que hay que pensar es en hacerse con medios de comunicación de masas, escuelas, institutos y universidades..., y si se da el caso con una lengua vehicular propia. Con estos ingredientes ya se está listo para comenzar. A continuación, por tanto, es necesario fomentar una dicotomía monumental entre el bien y el mal, la razón y la sinrazón, la civilización y la barbarie, el atraso y la vanguardia; puesto que de lo que se trata es de cosechar el alma —ficción «alma»— silvestre y dispersa de las poblaciones, que brota libre como las amapolas en primavera, para acariciarles el ego y conducirlas por los toriles ideológicos en pos del objetivo deseado: la gente impresionable se pondrá de parte del «bien», o sea, ellos, los listos, es decir los indepes. Esto fue lo primero que pensaron nuestros micronacionalistas del «Régimen del 78», como antes fue en lo que pensaron los franquistas del 36, o como antes pensaron…, bueno, en realidad todos los regímenes y proto-regímenes de la historia. Recordemos que el «vacío de poder» es un oxímoron, un imposible, una quimera perturbadora..., cualquier territorio dado siempre estará ocupado por alguna forma de poder.
Dependiendo del nivel de fortaleza desde el que se parte —pensó el mundo indepe—, habrá que introducir un caballo de Troya dentro de las «murallas enemigas» (en el propio sistema democrático español parlamentario), hilvanar un relato victimista o triunfante o lo que sea según el caso, incluso se reclutarán tontos útiles si es preciso; y sobre todo, no lo olvidemos, habrá que focalizar al enemigo, la causa de todos los males, la fuente de los agravios; eso que produce un dolor inmenso, un sentimiento desolador de incomprensión, una frustración lacerante y una infelicidad traumática; eso que convierte nuestras vidas en una atroz calamidad angustiosa insoportable, un mar de padecimientos —o sea, el estado español, ergo España, ergo los españoles, según los indepes—. Las multitudes de repente descubrirán que sufren, no sabían cuánto, hasta que el oficiante indepe se lo revelará. Bien, tenemos la alteza moral, el troyano, el tonto útil, el rufián para hacer el trabajo sucio, el relato, los mass media, los aularios, el idioma, y un enemigo en la diana… Los idus de marzo nos son propicios por fin: comienza la contienda, la guerra de guerrillas. Todavía no se tiene poder duro: policía, ejército, jueces, y pasta —mucha pasta—, para librar una guerra abierta de igual a igual, la batalla final..., pero llegará a base de repelar concesiones y del 3%, etc.
En la época del «café para todos» se repartió poder con alegría, y a la mayoría nos pareció bien; no me vale que a posteriori, a la vista de lo acaecido, se signifiquen algunos diciendo que esto ya lo vieron venir..., lo de los chiringuitos autonómicos y la fractura social que ocasionarían los micronacionalistas, metidos a bomberos pirómanos. Los gobiernos autonómicos eran y son una buena idea —por qué no—, una tecnología asumible, útil, práctica, «ficticia» —claro—, cercana a la ciudadanía aunque cara, que permite más participación y democracia, y en muchos aspectos llega a parecernos prácticamente federalismo y más; el problema está en la deslealtad, el egoísmo natural, la vanidad intrínseca, y la voracidad micronacionalista insaciable. Hay que tener presente en todo momento que si se le otorga poder a alguien no debe sorprendernos que lo utilice, en pos de su ficción, como vengo diciendo... yo mismo lo haría.
Por puro efecto rebote y desentrenamiento, pasamos de cuarenta años de poder centralizado vertical y omnímodo, rancio y apestoso —todo hay que decirlo—..., el franquista; a una era de poder descentralizado, florido, bucólico, pastoril, desenfadado…, la auténtica “Movida”. Ni tanto ni tan poco, me parece a mí; o, mejor dicho, todos los ingredientes bien combinados, armonizados…, una bonita ensalada. «Tomad, aquí os entregamos parlamentos, radios y televisiones autonómicas —para que os explayéis—, universidades y departamentos de historia, cubiles sin fin cebados con dinero de los españoles, para que despotriquéis a placer contra todo lo que se os antoje». Solo queda adivinar contra quién y contra qué arremeterán nuestros aguerridos indepes, ¿el monotema o deporte micronacional? De aquellos polvos, estos lodos.
Bien, a lo hecho pecho, las autonomías han venido para quedarse. Qué nos contarán las 17 microficciones construidas (tantas como Comunidades Autónomas), pues que la suya respectiva es la mejor, y la más necesitada, y la más castigada, y entre todas, la «ficción España» la peor; nada que no se pueda soportar, excepto cuando la deriva de los acontecimientos toma un cariz vertiginoso, y las «ficciones» más pródigas maceradas décadas atrás: la catalana, la vasca y la gallega —máxime cuando en estos territorios existe una lengua cooficial (tal vez perfecto bilingüismo)—, empiezan con las andanadas de profundidad. Primero tirarán de lo más inmediato, el abominable régimen franquista (el árbol que impide ver el bosque: la larga, profunda e importante historia de España) que tanto los castigó del que «todo español pasado, presente y futuro es culpable» —repito, según esta versión—. Los agravios, los muertos y los tormentos padecidos empezarán a distinguirse entre los de primera categoría (las autonomías estrella-das —esteladas—, o sea la vasca, catalana, gallega —autodenominadas y autopercibidas «Nacionalidades Históricas», ¡toma ya!, más el añadido de última hora, de la comunidad andaluza—) y las de segunda (las autonomías del montón, esos territorios «descastados, insípidos, sin historia ninguna», aunque en realidad sea tan profunda, antigua y sustanciosa como cualquier otra, pero ya digo, es cuestión de «ficción»). Dos palabras llamadas al éxito se rescatarán de entre los anaqueles polvorientos del romanticismo decimonónico: «HECHO DIFERENCIAL». ¡Wow! Algunos “charnegos” de primera y/o segunda y/o tercera generación de repente inexplicablemente empezarán a sufrir: «Es que aquí se amordazó “¿nuestra?” lengua catalana, es que aquí los muertos…, es que aquí la represión..., es que aquí los Borbones, es que aquí en el ¿1714?..., y qué hay de “¿nuestros?” fueros y leyes medievales..., es que somos una colonia oprimida, es que la pérfida Madrid, la mesetaria Castilla (el imperialismo atroz, el genocidio americano, la Inquisición, el catolicismo cerril y conventual, la aristocracia palaciega, el atraso secular…, que nada tiene que ver con nosotros), es que el PER de Andalucía, los toros y las castañuelas, la charanga y la pandereta, y lo del primer AVE (Sevilla-Madrid y no Barcelona-Marte, esto no se puede perdonar), es que aquí los peajes de las autopistas, es que aquí... ¡se nos maltrataaaa, y se nos robaaaaaaaa!». Claro, en las escuelas no se conocerá otra versión ni otra historia tan exitosa, que no sea la que el filtro micronacionalista —que todo lo salpica, por lo que pocos partidos se escapan del férreo chantaje o secuestro emocional o síndrome de «Estoeselcolmo»— regentará en tribunas, cátedras, emisoras de radio y platós de televisión; el mapa de Cataluña por momentos nos parecerá un ombligo gigante; y para mí, confieso que al final de este proceso, esta ciénaga (¡uy, perdón, quería decir luciérnaga luminosa!) de micronacionalistas se convertirá en mi kryptonita particular. ¡Lo siento lo intenté, quise ser bueno! —«La masa crítica está preparada pues»—, apostilló Artur Mas, el genio de la lámpara, el discípulo aventajado de Pujol —«solo hemos tardado 40 años de tejemaneje»—, extraída de la dócil cantera..., la abundante masa obrera charnega castellanoparlante. De una minoría de románticos resistentes payeses descendientes directos del «Homo Catalanus», agazapados entre el rocaje vivo y la hojarasca, se pasa a una auténtica marea, el tal «Tsunami»; ya solo quedaba la estocada final, el tiro de gracia «Democràtic».
No queridos-as, es demasiado tarde, está todo demasiado entrelazado, vuestra historia es nuestra historia, vuestra economía es nuestra economía, ¡lo siento!, vuestra ele geminada es nuestra, vuestros posibles éxitos son los nuestros —así como vuestros fracasos—; vuestras autopistas, aeropuertos, puertos, ensanches, fábricas, laboratorios, ciudades, el Barça y el Espanyol, el idioma catalán, el cava, el Gaudí y la Sagrada Familia, el Dalí, la Montse, la Seat de Martorell (¡uy!, perdón, ésta ya no), los mossos d´escuadra, los castellets, la sardana, la rumba, vuestro «ilustrado espíritu líder», vuestro autobombo, vuestro ¿gen occitano, suizo, nórdico, germánico, ario, hiperbóreo?…, son también nuestros, propiedad de los españoles —como mis pantorrillas son mías—. Algo que se ha construido con sangre sudor y lágrimas durante medio milenio nada menos. Si alguien quiere robar algo aquí con jeta e impunidad, la del cuco, son los indepes catalanes a los españoles, o sea España robándose a sí misma —lo de los vascos y navarros lo dejaremos para otra ocasión—. Así que, por puro escarmiento, mancillada inocencia, e intoxicación de esteladas/ikurriñas/tricolor republicanas etc., he tenido que ir al almacén de los chinos de la esquina a comprar una bandera de plástico española constitucional, bueno tres: la española, la andaluza y la de mi pueblo —en este orden—; con intención de añadirlas a mi colección, de la que más adelante os hablaré. ¿Veis? ¿Percibís la importancia de los gestos simbólicos, de las identidades múltiples y superpuestas, percibís el efecto de los relatos, de las ficciones enriquecidas con una tesis, contrastadas con una antítesis y finalmente una síntesis, ¡eh!?
BENAMAUREL es mi pueblo natal —nadie es perfecto—, una pequeña localidad andaluza de la que pronto se empezará a hablar, ubicada en la Hoya de Baza, al norte de la provincia de Granada; en un gran espacio geográfico que recientemente ha sido declarado Geoparque Mundial de la UNESCO. La palabra Benamaurel es de origen árabe, viene de «Aben Moriel», que etimológicamente significa «Descendientes de Moriel»; aunque otros sostenemos que es una castellanización de las palabras árabes equivalentes a «hijo de maurel», es decir, «hijo de mauro/moro». La palabra «moro» está ampliamente arraigada en nuestro idioma desde la Edad Media, y no tiene ninguna connotación peyorativa (no para nosotros), es el gentilicio que se utilizaba para designar a los habitantes del Magreb (Norte de África) —el territorio aproximado que se corresponde con las provincias del antiguo Imperio Romano llamadas Mauretania Tingitana y Mauretania Caesariensis—, y que después se empleó para referirse a los andalusíes peninsulares. Nombres latinos basados en el de los pobladores originarios magrebíes, las tribus Mauri. En la actualidad, todos los años —si la sindemia lo permite— se celebran sus famosas Fiestas de Moros y Cristianos, declaradas de Interés Turístico de Andalucía..., espero que vengáis a conocerlas.
Alguna vez Ortega y Gasset —siempre tan elegante— dijo que «el asunto catalanista no tiene solución, solo nos queda conllevarlo». Yo añadiría que, al menos, podríamos ponérselo difícil a su «ficción», como han hecho ellos con todo lo español desde que me conozco; confrontar a nuestros queridos indepes con una estrategia neutralizadora de largo recorrido, un «apreteu» a la española que dure mil años; desmejorarles el relato, la ficción, la trama, aunque sea por «inanición moral, intelectual, mediática, académica, pero si es económica mejor» —ya sé que es agotador y que podríamos dedicarnos a cosas mejores, pero también lo haremos—. Podríamos enviarles una ración de malafollá sureña, claro; podríamos enjuagarlos con los esputos (los famosos «halagos» de Pujol contra los andaluces) que nos profieren, embadurnarlos con la escoria (la que exhala el Institut Nova Història) con la que nos deleitan —devolvérsela toda entera—, correrlos metafóricamente a «rosazos» (regalándoles rosas como en el día de San Jorge). ¡Uy, perdón, me prometí que no mostraría «el facha, autoritario, dogmático, intolerante, antidemocrático, políticamente incorrecto, imposibilista, malista, inquisitorial, patriarcal heteronormativo, monárquico, taurino, genocida, violento y opresor español que llevo dentro…, perdón, perdón, perdón! ¡Y eso que todavía no ha hecho aparición el infrahumano andaluz más profundo, cuasimodo, íncubo, indolente, gandul, palurdo, rústico, torpe, sucio, mórbido, decadente, destruido y anárquico, mezquino, inculto, superficial, incivilizado, traicionero, fanático, costalero, procesionario, folclórico, primario, morabito y africano» que me posee! ¡Sin acritud!
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En relación a las palabras «destruido y anárquico», es importante que se recuerde el famoso texto que Jordi Pujol, presidente de la Generalitat entre 1980 y 2003, escribió en su libro La inmigración, problema y esperanza de Cataluña. Decía así:
«El hombre andaluz no es un hombre coherente, es un hombre anárquico. Es un hombre destruido (...) Es, generalmente, un hombre poco hecho, un hombre que hace cientos de años que pasa hambre y vive en un estado de ignorancia y de miseria cultural, mental y espiritual. Es un hombre desarraigado, incapaz de tener un sentido poco amplio de comunidad. A menudo da pruebas de una excelente madera humana, pero de entrada constituye la muestra de menor valor social y espiritual de España. Ya lo he dicho antes: es un hombre destruido y anárquico. Si por la fuerza del número llegase a dominar, sin haber superado su propia perplejidad, destruiría Cataluña. E introduciría su mentalidad anárquica y pobrísima, es decir, su falta de mentalidad» (Jordi Pujol, 1958).
“MAN ON FIRE”. Earl St. Clair
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