El partido de los bolcheviques encabezado por Vladímir Ilich Uliánov (LENIN), no parecía ser ni siquiera el más numeroso ni destacado al comienzo de la Revolución Rusa (febrero de 1917), que forzó la abdicación del Zar Nicolás II; incluso el gobierno provisional que se formó, ya había previsto un régimen parlamentario democrático bipartidista entre liberales y socialdemócratas. Sin embargo, con astucia y oportunismo, en medio del marasmo producido por el desmoronamiento de las estructuras zaristas,
empeorado por la Primera Guerra Mundial; surgió esta fuerza radical para superar la crisis gubernamental. Hoy no estaríamos hablando de ellos si no fuera porque esta fuerza, unos meses después, tomaría el poder de un gigantesco territorio extendido por Eurasia –las ruinas del imperio del Zar–, y unas décadas después, dirigiría el destino de la segunda mayor potencia industrial del mundo, librando un pulso de titanes contra el “mundo libre”, según ellos, el “corrupto mundo liberal burgués”.
Se pueden añadir muchos datos y causas para explicar el hundimiento del régimen zarista, pero a veces las cosas son lo que parecen, y en este caso, parece como si una “herramienta” que se volvió obsoleta, anacrónica, desnaturalizada, fuera desechada por la masa sin más: economía rural arcaica, infraestructuras atrofiadas, tímida industrialización mal gestionada y opresiva, aumento de la población e incipiente escolarización, florecimiento de ideales marxistas en una masa obrera maltratada pero informada y contestataria; actitud represiva e intransigente ante cualquier huelga o manifestación popular de descontento, un “Domingo Sangriento” en 1905; el desastre militar, logístico y humanitario en los inicios de la Primera Guerra Mundial, las hambrunas y calamidades subsiguientes. Todo condujo a un estallido revolucionario de manual, largamente incubado y propiciado por la ineptitud de un régimen absolutista, ciego y acabado, fuera de contexto.
La clave de la longevidad de los regímenes está en la capacidad de éstos para avanzar junto a su pueblo, en su capacidad para interpretar sus necesidades, reportarle ventajas y utilidad práctica, y resultados apreciables. Cuando esto se da, el pueblo es generoso y sabe recompensar, colma con honores y vanidad a sus elegidos –hasta los más tiránicos son el resultado de una elección–, los instala en palacios, los embadurna de pompa y consentimientos, los coloca en un trono justo en el punto central, en medio del ojo del huracán, y los decora con una corte de aduladores. ¡Oh, qué simpática la zarina, qué graciosa majestad, y los niños qué guapos! Claro, esto es peligroso, se corre el riesgo de patinar, de malinterpretar el “poder” otorgado, de tener un día una borrachera de autoridad. Cuántos casos como éste se han dado en la historia… infinitos. Y cuál ha sido el resultado final la mayoría de las veces, todos lo sabemos. ¿Recuerdan la ejecución de Ceausescu en Rumanía (1989), o el cuerpo de Mussolini colgado en una plaza de Milán (1945), o el agrio final de Gadafi (2011)? ¡Quién les iba a decir en sus momentos de gloria! Ni siquiera los regímenes más abiertos, sintonizados, identificados y mimetizados con su pueblo, y con su tiempo, están libres de este escarnio final, si pierden por un momento la perspectiva de la profunda verdad, que quién gobierna es la masa, ahora y siempre por los siglos de los siglos. Por eso, como la mayoría lo sabemos, solemos poner especial énfasis en el modo de organizarnos, para pensar en regímenes incruentos, longevos, versátiles, ventajosos, y que cuando llegue la ocasión se puedan permutar con un final honorable. No fue este el caso de la familia Romanov. Un final burdo, salvaje, pero definitivo –¡ni monarquía por derecho divino, ni nada!–. De este modo, se quemaron las naves para que no hubiera marcha atrás, cuando los demonios regresaran a las mentes, en las horas bajas, en los momentos de flaqueza.
Tras la confusión inicial que duró varios meses, el partido bolchevique supo capitalizar la angustia, el malestar y la esperanza de la población. La oratoria de los líderes es peligrosa, los magos de la palabra y la persuasión pueden hacer maravillas, y distraer a la masa en el momento crucial. En cualquier caso, en octubre de 1917 (calendario juliano), emergió el nuevo régimen, porque se quiso, o por oposición a lo que ya no se quería. Moría el zarismo y nacía el comunismo, un régimen por otro, de la noche a la mañana; aunque tuviera que librarse de paso la Guerra Civil Rusa 1917-1923 –entre los bolcheviques en el gobierno con su ejército rojo, y los ex-zaristas anticomunistas con su ejército Blanco, aparte de otras fuerzas–. El sueño de Lenin: “La Revolución Socialista Mundial, La Sociedad Sin Clases”, casi se podía palpar. Otra cosa es lo que se entienda por socialismo y cómo se lleve a la práctica ¿verdad?
LA DECANTACIÓN
Ya desde el mismísimo inicio de la revolución, el partido bolchevique dio indicios claros de traicionar el apasionado levantamiento popular, sostenido por las asambleas democráticas de base que surgieron en la mayoría de las ciudades, formadas por obreros, soldados y campesinos: los soviets. Incluso poco después de tomar el Palacio de Invierno, una camarada desilusionada, atentó sin éxito contra la vida del propio Lenin. La idea misma de la Dictadura del Proletariado, formaba parte del fundamento bolchevique desde antaño, así que desde el primer momento fue un golpe de estado al Zarismo primero y a la Democracia después. Y desde el primer momento estuvieron solos frente a todos, frente a los zaristas, los burgueses y las demás tendencias democráticas socialistas marxistas.
Desde que estalla la Primera Guerra Mundial (1914), más luego la Revolución de 1917, más la Guerra Civil, hasta que termina la 2ª Guerra Mundial en 1945, iniciándose la Edad Dorada de la URSS; transcurren los 31 años más amargos que cualquier nación pueda soportar. El suplicio del pueblo ruso no tuvo parangón –aún no se ha revisado históricamente lo suficiente–, y en medio de este torbellino permaneció impertérrito, como un diamante en bruto, el partido bolchevique que pronto se llamó PARTIDO COMUNISTA.
¿Por qué, cómo, dónde radica esta firmeza, esta determinación, esta resistencia tenaz?
Es evidente: en la pureza de las ideas dogmáticas, prístinas, incontaminadas, que no admiten fisuras, falibilidad, ni dudas; que se pretenden omniscientes y omnipotentes, inmutables como un soberbio monolito, como un todo (de totalitarismo). Ideas que se instalan en las mentes y desplazan montañas. Yo me pregunto: ¿se pueden hacer revoluciones sin ideas cerradas e inmutables, sin que haya un enemigo, sin la tentación de segregar una parte del grupo, por ser considerada la “causa de los males” del conjunto? ¿Se puede hacer una revolución, teniendo como chivo expiatorio abstracto e inmaterial, al LÍMITE; sí, al límite que se apodera de nuestras mentes, al límite de nuestras estructuras, de nuestros sistemas, al límite de las creaciones efímeras y humanas, de la imaginación y la inventiva? ¿Se puede hacer una revolución incluyéndonos a todos, o mejor dicho, sin perjudicarnos a ninguno?
La experiencia histórica nos dice que debemos huir del pensamiento dogmático, del pensamiento cerrado, resentido, que odia, que busca o genera enemigos. Lo sabemos, porque la larga historia de calamidades producidas por las ideas nos ABRUMA, por el coste tan elevado en vidas y desgracias. No compensa ninguna empresa por bienhechora que se pretenda, si previamente no se asume su caducidad, ni su falibilidad. Peleémonos en todo caso con el límite de nuestra mente, en lugar de declararle la guerra a este colectivo o aquel otro, esta estructura o esta otra; seamos agua, seamos éter, seamos ying y yang. La revolución que viene comprende que la humanidad es el problema y también la solución, no presentará batalla, sino reflexión. ¿Se puede construir algo partiendo de lo que ya está, sin demolerlo previamente? Se puede y se debe.
Hemos necesitado conocer el comunismo, y muchos otros movimientos mesiánicos, para poder reconocer la delgada línea que nunca debemos atravesar, aquella que nos convierte en verdugos monstruosos, en alimañas inhumanas. Desconfiemos de cualquier ideología que nos prometa la salvación, la igualdad y la justicia. Abracemos mejor aquella que nos ofrezca el desafío de superarnos a nosotros mismos, a nuestros límites mentales y a nuestras creaciones individuales y colectivas. Algo mejor podremos obtener.
Los stajanovistas eran una modalidad nueva de héroes, compuesta por superobreros soviéticos hipermegaproductivos y ultramotivados, mitad leyenda, mitad propaganda. Eran el tipo de obrero feliz “explotable” con el que sueña todo empresario brioso y competitivo de la era neoliberal actual. Lo que pasa es que no es lo mismo “dejarse explotar con gusto” como pasaba en la URSS, que en manos de un vil “burgués”. No era lo mismo trabajar para un patrón serio como el PCUS, que además tenía la deferencia de condecorarte y exhibirte en los desfiles laudatorios, que para un “malencarado explotador capitalista”.
Para Lenin, el fin de crear un paraíso social en la tierra, una SOCIEDAD PERFECTA, sin clases, justifica los medios. Desde el primer momento no pestañeó a la hora de “combatir la irracionalidad de las masas” (según sus propias palabras), y hacer pagar un alto precio a su pueblo, en el intento de adaptar la realidad a la utopía. Inmediatamente después de su golpe de poder, sentó las bases del aparato represor del estado, que hoy se conoce con el nombre de “Terror Rojo”, y que luego Stalin se encargó de sistematizar a escala industrial. Básicamente consistió en la autodestrucción del talento de su pueblo, en la eliminación de los individuos pensantes (del libre pensamiento), en silenciar y eliminar cualquier voz que pudiera aportar cualquier matiz a la idea monolítica preconcebida, casi científica de lo que debe ser una sociedad ideal, compuesta por el “nuevo hombre socialista”. Desde mi punto de vista, la raíz del problema está en el origen mismo de la ideología, en el pensamiento de Marx, cuando para superar el angustioso panorama de la primera revolución industrial, inventa el concepto de la “lucha de clases”, simplifica la realidad entre amigos y enemigos, buenos y malos, entre burgueses y proletarios, estigmatizando estas palabras por los siglos de los siglos. Pienso que, al final, Marx ha resultado ser uno de los filósofos más pésimos de la historia, por su pensamiento irresponsable, simplón, y tendencioso desde el primer momento. Si pretendía ayudar a la humanidad, fomentando una “civitas” justa, igualitaria, armoniosa, sin explotadores ni explotados, podría haber comenzado por el análisis sincero y profundo de la propia naturaleza humana. Por qué pensar en una sociedad perfecta como en una entelequia, en lugar de pensar en un proceso que nos perfeccione sin un fin preestablecido, que se redefina a cada paso, que nos haga mejores como individuos y como sociedad, paulatinamente, con suavidad, sin traumas, asumiendo nuestra falibilidad, nuestros errores y fracasos, de antemano –esto se llama Democracia–. La respuesta es evidente: porque eso implica COMPLEJIDAD Y TIEMPO, y el pensamiento de Marx se caracterizó por caricaturizar al mundo y a la especie humana, envolviéndolo en un manto de palabras y conceptos parabólicos (plusvalía, lucha de clases, infraestructura y superestructura, opio del pueblo, alienación, proletariado, materialismo histórico y dialéctico…) para conducirnos a la confrontación, fruto de la impaciencia y del pesimismo antropológico, de su persona y de su época.
Si hacer la revolución es una cuestión de ímpetu, de obstinación y de lucha contra todo lo demás, de aniquilación, de aplastamiento del “adversario” –como si entre el blanco y el negro, o el cero y el uno, no existiera una amplísima gama de tonos, o de decimales–, a dónde van entonces las ideas a parar. La historia de la Unión Soviética es la historia de una lenta decantación (como el vino añejo), de una larga depuración. Primero, separar y silenciar a los zaristas del gobierno provisional burgués, luego a éste de los marxistas, luego decantar entre partidos revolucionarios democráticos y los sóviets (la fortaleza proletaria), luego decantarse entre el partido obrero social demócrata, y los demás moderados, para luego decantarlo a su vez entre mencheviques y bolcheviques (comunistas a la postre). Luego una lenta y agónica decantación a escala nacional, ya en tiempos de Stalin, entre disidentes reeducados o purgados, y comunistas devotos, y luego después entre estalinistas y opositores, en la lucha por el poder. Para desencadenar a posteriori una escalada imperial tras la 2ª Guerra Mundial (la Gran Guerra Patriótica). Todo esto parecería un juego diabólico y estúpido, si no fuera porque duró décadas, infringió penurias indecibles a la población, costó la vida a millones de rusos, y la deportación de muchos más. ¿Dónde queda la verdad y el bien en todo esto? ¿Y, de qué sirvió, si 74 años después, en 1991, todo este afán baldío implosionó, se desmoronó como un castillo de naipes, dejando huérfanos a los que aún piensan –henchidos de “superioridad moral”– en estos términos y praxis para mejorar a la humanidad? Ya no quiero promesas ni ilusiones güeras, quiero vías, puentes, redes de conexión para el entendimiento y el consenso, no quiero que tu modelo de sociedad ideal me salve, ni que el mío te arrastre. No quiero que seamos iguales sino semejantes, que entre nosotros exista un espacio de equidad, que no es lo mismo que “igualdad”, y no quiero que nuestras diferencias sean motivo de conflicto, sino de enriquecimiento común y de hermandad. No me trates como si no supiera pensar. No me digas lo que tengo que hacer. No proyectes sobre mí tus prejuicios, obsesiones y frustraciones. No me impongas tus verdades, compártelas. El sueño de Lenin fue una pesadilla de la que hay que despertar.
No hay ley natural que diga que las revoluciones han de ser explosivas y violentas. Ahora lo revolucionario es cambiar el modo de hacer la revolución. Lo que está por venir tendrá que ser muy original, extremadamente sensible, elegante, equilibrado, templado, inteligente, reflexivo, compasivo y abierto.
¡ULTREIA! OS SALUDO.
Tisho Babilonia. Junio de 2013, La Haya (Países Bajos).
POST SCRÍPTUM
El experimento soviético fue espectacular, una magnífica epopeya humana... pasaron de ser un territorio misérrimo casi feudal, sin apenas estructura industrial, a convertirse en la segunda potencia mundial, la principal fuerza que derrotó al nazismo, los primeros en llevar un humán al espacio, y en general nos legaron montañas de conocimiento científico, tecnológico, industrial y cultural. Venían desde tan abajo, que no hay nada que reprochar, que no tengamos que reprochar al resto de los regímenes de la historia, occidentales u orientales, meridionales o septentrionales, “capitalistas o socialistas”. Construcción y vida sobre destrucción y muerte, como en todas partes. ¿Así será siempre, no hay otro modo?
Somos seres esencialmente sociales, que se necesitan y complementan unos a otros, que comparten un mismo espacio y un mismo tiempo bajo el sol, que reclaman acceso a los recursos vitales indispensables que proporciona la naturaleza y la manufactura del humán –con su ingenio, su esfuerzo, su trabajo, su voluntad, su servicio–. Somos seres racionales, sí, también sociales, emocionales, culturales, también materiales, y evidentemente institucionales. Para sobrevivir tenemos que permanecer ligados unos a otros, debemos construir estructuras, instituciones, regímenes, que transciendan la dimensión individual y temporal de los seres humanos, porque lo individual no basta, porque se precisa transferir –generación tras generación– todo lo aprendido y acumulado: la cultura, el saber hacer, el patrimonio, el capital… lo colectivo.
Se puede romper con todo de la noche a la mañana, para empezar de cero, claro que sí; este sueño todavía alimenta la imaginación de muchos “bienintencionados”, que suspiran por un mundo infinitamente mejor, puro, justo, humanista, fraternal, colaborativo y próspero. Pero: ¿En el momento de recomenzar, tendremos en cuenta todo –como dioses– de forma omnisciente, para que aquello que construyamos perdure y se justifique sobre el mal previamente causado, venza la herrumbre del paso del tiempo y la entropía inexorable, se mantenga indemne contra viento y marea, nunca se resquebraje ni acabe explotando haciéndose añicos, volviendo otra vez al punto de partida? ¿Tan infalibles nos creemos?
Así fue el experimento emancipador de la URSS, como tantos otros, y así será cada vez que pretendamos hacer borrón y cuenta nueva... Consiguieron grandes avances, claro que sí, pero paralelamente a este experimento se avanzó en otros muchos países de forma distinta, también muy efectiva, con metas tanto o más elevadas, y resultados apreciables, tangibles, bajo un régimen mucho más robusto y longevo. Me estoy refiriendo –para concretar– a las democracias liberales-socialistas o socialdemocracias, a los países escandinavos y su idea del “estado del bienestar”, por ejemplo; que han alcanzado logros inauditos, mediante largos procesos parlamentarios PACÍFICOOOOOS… ¡Qué gran sorpresa!
Nota: Ya sé que sacar a relucir el “estado del bienestar” desilusionará a los anarcocapitalistas y ultraliberales más vehementes del mundo, y para los megamarxistas –sus opuestos– será completamente insuficiente. La decepción que sientan por mí es recíproca, las ideas que manejan ambos extremos me horrorizan y sin embargo les concedo el beneficio de la democracia.
Yo acepto la existencia de las “clases sociales” –habrá que analizar a fondo qué se entiende por esto–, no es el centro argumental de mi debate. La parte de mi cerebro que es liberal, me impide pretender meter a todo el mundo en un megakibutz planetario; y la parte de mi cerebro que es socialista, no soporta para nada la pésima generación y repartición de la riqueza que tenemos, y no por eso, utilizaré un fusil a lo Che Guevara, ni a lo Garibaldi, ni una guillotina a los Robespierre, para imponer mi criterio ni mi sentido de la justicia, a pura fuerza. En cualquier caso, quien se identifique con el marxismo, su dialéctica y sus métodos –así como sus antípodas ideológicas ultraliberales–, que lo diga, y lo defienda en los púlpitos, y los demás que lo crean o no, lo refrenden o no. Yo me esfuerzo, en la medida de mis posibilidades, por concebir, imaginar, proponer estrategias que modifiquen nuestras expectativas sociales, económicas, energéticas, ecológicas... globales; con el objetivo de desembocar en un mundo mucho más equitativo y humanista, y protector del medioambiente, que a nadie desagrade ni perjudique. Y el mejor modo que se me ocurre es mediante la DEMOCRACIA –en constante perfeccionamiento–, la posibilidad de que todos puedan defender sus intereses y anhelos de forma pacífica, y que en medio del juego parlamentario hallemos el camino a seguir, sin tener que crear terremotos sociales cada vez que se estornuda en la City, o en Wall Street, o en tantos otros santuarios de las finanzas globales.
En pocas palabras, y para que no todo sean conceptos abstractos: me conformo con ayudar a llevar los niveles actuales (no los futuros que pueden ser mejores o peores) de bienestar, prosperidad y de justicia social de los escandinavos, a todo el planeta. Añadiendo la componente ecológica –energías renovables, máxima conservación de la biodiversidad y de los recursos naturales– que necesitamos... Con esta misión, daría por satisfecha mi vida, y saldada la deuda que tengo con mi especie, el planeta y la vida. ¿Os parece poco? No obstante, no desaliento a nadie a perseguir metas mucho más exquisitas, siempre mediante procesos pacíficos, claro. ¡Ánimo!
«Recordad: proponer, nunca imponer»